La
cuestión de los embriones congelados
P. Maurizio FAGGIONI,
ofm
Una lógica de
muerte
Los embriones concebidos
in vitro en número que excede la posibilidad de una transferencia simultánea al
cuerpo materno (los así llamados embriones supernumerarios) se congelan con
vistas a una repetición de la embryo transfer en el caso, no infrecuente,
de fracaso de la primera tentativa o de su postergación. Otras veces son
congelados en espera de poder transferirlos a una madre sustituta, que llevará a
término el embarazo por encargo de una pareja extraña, o bien para dar tiempo de
realizar exámenes genéticos sobre algunas células embrionales, y poder así
transferir solamente embriones de alta calidad, eliminando los defectuosos; o,
finalmente, para tener reservado un precioso material viviente, que pueda ser
usado en experimentos o para otros fines
instrumentales.
Las técnicas de
crio-conservación fueron elaboradas en los primeros años 70 con animales, y sólo
en la década siguiente se aplicaron al hombre: hasta entonces, los embriones no
transferidos se destruían o empleaban en investigaciones. Sin embargo, estas
técnicas implican aún hoy un notable riesgo para la integridad y la
supervivencia de los embriones, ya que la mayoría de ellos muere o sufre daños
irreparables, tanto en la fase de congelación como en la de descongelación.
Además de estos efectos inmediatos, recientes estudios sobre modelos animales
han mostrado, en adultos provenientes de embriones congelados, diferencias
significativas en aspectos morfo-funcionales y del
comportamiento.
No obstante estos
alarmantes datos bio-médicos, la mayor parte de las leyes existentes no pone
límites al número de embriones que se pueden producir en una fecundación in
vitro. Por lo tanto, la situación más común es que se tenga un surplus de
embriones, cuya crio-conservación es generalmente consentida para la transfer en
la misma madre genética, pero a veces también para donación o experimentación. A
este propósito conviene recordar que en Gran Bretaña, por ejemplo, no sólo se
admiten la investigación y los experimentos con embriones supernumerarios que
provienen de intervenciones de procreación artificial; también es posible la
producción y la conservación de embriones con exclusiva finalidad
científica.
Por el contrario, la ley
alemana, una de las más rigurosas y coherentes en la tutela del embrión, prohíbe
la extracción de más ovocitos de los necesarios, así como la fecundación de más
de tres de ellos cada vez. Los ovocitos fecundados deben ser transferidos a la
madre genética a fin de evitar el surplus de embriones mientras la
crio-conservación de embriones sólo se admite cuando es absolutamente necesario
diferir la transferencia a la madre.
El aspecto más
inquietante del problema es el destino de los embriones. Las legislaciones que
admiten la crio-conservación de embriones, para evitar los intrincados problemas
jurídicos que podrían surgir en torno a estos hijos congelados y, frente a la
duda acerca de los efectos de la congelación, generalmente indican como duración
máxima de la crio-conservación -que varía según el país- de uno a cinco años. Lo
cual significa que, en adelante, cada año serán destruidas decenas de millares
de embriones que no se han utilizado; millares de existencias inocentes serán
truncadas por ley. Se trata de una catástrofe pre-natal, un homicidio no
simplemente tolerado, sino programado y ordenado por el legislador civil,
transformado -como el antiguo Faraón- en instrumento de una perversa lógica de
violencia y de muerte.
Los derechos del
embrión
El punto ético-jurídico
fundamental se encuentra en el reconocimiento de la cualidad humana del embrión
y, por ende, en la convicción de que «el fruto de la generación humana desde el
primer momento de su existencia, es decir, desde la formación del cigoto, exige
el respeto incondicional que moralmente se debe al ser humano en su totalidad
corporal y espiritual. El ser humano debe ser respetado y tratado como persona
desde su concepción y, por lo tanto, desde ese momento se le deben reconocer los
derechos de la persona, entre los cuales, ante todo, el derecho inviolable a la
vida que tiene todo ser humano inocente».
La praxis corriente, en
cambio, se funda en la negación de la pertenencia de los embriones, y sobre todo
de los embriones precoces, al número de los seres humanos. Esta negación ha sido
subrayada en la ambigua noción de pre-embrión propuesta por la conocida
embrióloga A. McLaren en 1986, noción acogida triunfalmente por el mundo
para-científico, y que ahora se está abriendo camino también en el mundo médico.
El uso de la noción de pre-embrión es ideológico e instrumental y parece tener
como fin la justificación a posteriori, de una praxis manipuladora que de ningún
modo se quiere abandonar.
En cambio, desde nuestro
punto de vista, se debe reconocer la auténtica humanidad del embrión, aunque
todavía no se vea plenamente desplegada su personalidad. Por esto, la obtención
con técnicas artificiales de un embarazo a término no justifica ni la formación
de un número excesivo de embriones ni su reducción mediante el aborto cuando se
hayan implantado en número demasiado grande ni la previa selección eugenética ni
su congelación.
Los defensores de la
crio-conservación dicen que la congelación salva a los embriones frescos de la
destrucción, cuando no se los puede transferir por dificultades surgidas o por
exceso de número. Pero el salvamento sería auténtico si después se garantizara a
cada embrión la posibilidad de reiniciar su camino de diferenciación y
perfeccionamiento hacia la madurez y el nacimiento. Desgraciadamente, el limbo
de vida en suspenso al cual los sujeta la congelación frecuentemente se
transforma en antesala de la muerte. La misma pretendida inocuidad de la
crio-conservación es desmentida, como se ha visto, por la realidad clínica. No
tiene valor para cambiar este juicio la afirmación de que la pérdida de
embriones es un hecho transitorio, ligado a las actuales imperfecciones de las
técnicas, pero que mejorarán con el tiempo: no se pueden aplicar al hombre
técnicas en fase experimental, antes de haberlas perfeccionado con los animales,
y en consecuencia, no se pueden lícitamente crear surplus de embriones que ni
siquiera se pueden conservar con suficiente margen de
seguridad.
Finalmente la
congelación, prescindiendo de la peligrosidad de la metodología para la
integridad y la supervivencia del embrión, constituye en sí misma una lesión de
la dignidad de la criatura humana y del derecho del embrión a desarrollar su
teleología inmanente y de proceder con autonomía hacia su propio fin. La
congelación bloquea el devenir de esta existencia y podría ser justificada
-entramos en el campo de lo futurible- solamente si fuera el único medio para
tutelar la subsistencia de una vida naciente que se encontrara accidentalmente
en peligro, pero no ciertamente si es puesta directamente en peligro por
nuestras insensatas manipulaciones. La destrucción de criaturas inocentes,
inherente a ciertos procedimientos (fecundación extra-córporea y congelación, en
particular), no puede ser el precio a pagar para hacer nacer otros, si no es en
una óptica teleológico-utilitarista que privilegia sobre todo la obtención de un
resultado; y que no atribuye al embrión precoz ningún valor, o un valor inferior
al de un feto llegado a término, según la inaceptable idea de una gradualidad en
el valor de las vidas humanas.
A la luz de estas
reflexiones permanece dramática y actual la condena que la instrucción Donum
vitae hizo de la congelación de embriones porque «aunque se haga para garantizar
una conservación del embrión vivo -crio-conservación- constituye una ofensa al
respeto que se debe a los seres humanos, en cuanto los expone a graves riesgos
de muerte o de daño para su integridad física, los priva por lo menos
temporalmente de la acogida y de la gestación materna y los pone en una
sitaución susceptible de ulteriores ofensas y
manipulaciones».
El Santo Padre, después
de un llamamiento a la grave responsabilidad de los científicos, en el mismo
discurso se dirige así a los juristas y a los gobernantes: «Mi voz se dirige
también a todos los juristas para que se ocupen a fin de que los Estados y las
instituciones internacionales reconozcan jurídicamente los derechos naturales
del mismo surgir de la vida humana y además se hagan tutores de los derechos
inalienables que los millares de embriones congelados han adquirido,
intrínsecamente, desde el momento de la fecundación. Los mismos gobernantes no
pueden substraerse a este empeño, para que desde sus orígenes se tutele el valor
de la democracia, la cual hunde sus raíces en los derechos inviolables
reconocidos a cada individuo humano».
¿Qué hacer con los
embriones congelados?
Las actividades de
manipulación de embriones y las aberrantes disposiciones legislativas que las
consienten se inscriben en la mentalidad distorsionada que preside muchas
prácticas de reproducción artificial. En particular, la fertilización in vitro,
violando la inseparable conexión entre los gestos del amor encarnado de los
esposos y la transmisión de la vida, oscurece el significado profundo del
generar humano. No es, por tanto, lícito producir embriones in vitro y muchos
menos producirlos voluntariamente en número excesivo, de modo que sea necesaria
la crio-conservación. Ésta parece ser la única respuesta razonable a la cuestión
de la congelación embrional y en tal sentido el Santo Padre ha interpelado a los
hombres de ciencia. Sin embargo, el modo antinatural en que estos embriones han
sido concebidos y la antinaturales condiciones en que se encuentran, no pueden
hacernos olvidar que se trata de criaturas humanas dones vivientes de la Bondad
divina, creados a imagen del mismo Hijo de Dios. Se nos pide entonces cómo
intervenir para salvar estas criaturas, resolviendo de modo éticamente aceptable
el desagradable dilema.
Una vez que los
embriones son concebidos in vitro, existe por cierto la obligación de
transferirlos a la madre y solamente ante la imposibilidad de una transferencia
inmediata se podrían congelar, siempre con la intención de transferirlos apenas
se hayan presentado las condiciones. En efecto, el seno materno es el único
lugar digno de la persona, donde el embrión puede tener alguna esperanza de
sobrevivir, reanudando espontáneamente los procesos evolutivos artificialmente
interrumpidos. También aquellos que -en contraste con la moral católica-
considerasen justo recurrir a métodos extra-corpóreos no podrían eximirse de
respetar ese mínimo ético que está constituido por la tutela de la vida
inocente. Ni siquiera en caso de divorcio el marido podría oponerse a la
petición de la esposa de recibir los embriones ya concebidos pues, una vez que
la vida humana ha comenzado, el progenitor no tiene ningún derecho de oponerse a
su existencia y desarrollo. El embrión, de hecho, no obtiene su derecho a
existir de la común acogida de sus progenitores, de la aceptación de la madre o
de una determinación legal, sino de su condición de ser humano. Hay que poner de
relieve, por otra parte, que en un embarazo diferido, el significado de la
procreación, en su compleja dinámica antropológica, es ulteriormente turbado y
trastornado: la escisión artificiosa entre unión sexual (cuando ha tenido lugar)
y concepción, ya drástica e inaceptable en las técnicas extra-corpóreas, se hace
máxima en el caso de la implantación de un embrión
crio-conservado.
Si no se puede encontrar
a la madre, o ésta rechaza la transfer, algunos autores, incluso católicos, han
considerado la posibilidad de transferir los embriones a otra mujer. Se trataría
de una adopción prenatal diferente de la maternidad sucedánea y de la
fecundación heteróloga con donación de ovocitos: aquí no se daría una lesión de
la unidad matrimonial ni un desequilibrio de las relaciones de parentesco pues
el embrión se encontraría, desde el punto de vista genético, en una misma
relación con ambos padres adoptivos. Los vínculos más intensos y profundos
establecidos entre quien es adoptado antes de nacer y los padres adoptivos,
tendrían que atenuar algunos problemas psicológicos que se observan en las
adopciones tradicionales, mientras se exaltaría el sentido de la adopción como
expresión de la fecundidad del amor conyugal y fruto de una generosa apertura a
la vida, que lleva a la acogida en el seno de una familia de hijos privados de
padres o abandonados, y sobre todo de los abandonados a causa de minusvalía o
enfermedad.
La solución, sugerida
como extrema ratio para salvar los embriones abandonados a una muerte segura,
tiene el mérito de tomar en serio el valor de la vida, si bien frágil, de los
embriones y de aceptar con valentía el desafío de la crio-conservación buscando
limitar los nefastos efectos de una situación desordenada. Sin embargo, el
desorden dentro del cual discurre la razón ética marca profundamente las
tentativas mismas de solución. En efecto, no se pueden silenciar los graves
interrogantes que provoca está solución y, de modo particular, el temor a que
esta singular adopción no logre substraerse a los criterios eficientistas y
deshumanizantes que regulan la técnica de la reproducción artificial: ¿será
posible excluir toda forma de selección, o evitar que se produzcan embriones en
vista de la adopción? ¿Es imaginable una relación transparente entre los Centros
que producen ilícitamente embriones y los Centros donde éstos serían y los
Centros donde éstos serían lícitamente transferidos a madres adoptivas? ¿No se
corre el riesgo de legitimar e incluso promover, inconsciente y paradójicamente,
una nueva forma de cosificación y manipulación del embrión y, más en general, de
la persona humana?
En el caso de los
embriones congelados tenemos un ejemplo impresionante de los inextricables
laberintos en los que se aprisiona una ciencia cuando se pone la servicio de
intereses particulares y no del bien auténtico del hombre, únicamente al
servicio del deseo y no de la razón. Por ello, frente al alcance de las
cuestiones en juego -cuestiones de vida o de muerte- el pueblo cristiano siente
con más fuerza que nunca la misión, que el Señor le confió, de anunciar el
evangelio de la vida y se compromete, junto con todos los hombres de buena
voluntad, a responder a las problemáticas emergentes con soluciones incluso
audaces, pero siempre respetuosas de los valores de las personas y de sus
derechos nativos, sobre todo cuando se trata de los derechos de los débiles y de
los últimos.
(Original publicado en L'Osservatore
Romano, 23 de julio de 1996. Traducción de Revista
Arbil)